lunes, 20 de febrero de 2012

MEMORIAS DE FORO: LA HERMANA LUCÍA (1)



LA HERMANA LUCÍA


Ya voy viejo y cansado, fatigado por el peso de las desdichas de mi vida, pero quisiera tener los suficientes arrestos para terminar de escribir mis memorias, antes de que me lleven al saúco a ser pasto de los gusanos. Tal vez sean mis memorias lo único positivo que he hecho en mi vida, pero tampoco estoy seguro que me aproveche gran cosa. Tal ha sido la secuencia y consecuencia de mis desgracias.
Para situarnos en esta historia previamente debéis saber que trabajé en las industrias del norte, me metí en la industria huyendo de la miseria del campo, y me fue solo regular. Ganaba más que en el campo, eso es cierto, pero el puesto al que me destinaron era de alto riesgo, y lo fui perdiendo en salud. No tuve valor para protestar. A veces me acordaba de que yo era de los más rebeldes protestando ante los ricachones del pueblo, desafiándoles cuando la República con la serie de razones clásicas, ya sabéis: la tierra para el que la trabaja; el patrón al paredón; viva Castilla obrera, rebelde y comunera; etcétera, y tramaba, siempre que el trabajo me desbordaba, irme a quejar al gerente de la empresa. Pero nunca lo hice. El fantasma del despido y el tener que volver al pueblo a mendigar tareas de las que ya había huido, o a comer República, como cuando los amos, ricachones y terratenientes, nos retrucaban las consignas, dejándonos sin trabajo, o rebajándonos el salario, me detenían, e intenté, como siempre, tirar para delante como pude. Seis años duró mi experiencia en el norte, antes de caer desmayado, casi sin aire en los pulmones, en pleno trabajo.
Los compañeros fueron activos y me llevaron rápidos al hospital. No sé si escribir si afortunada o desafortunadamente, porque mi vida ha sido tal rosario de desdichas que me pregunto si para esto merece la pena vivir.
Pero en el hospital se dedican a salvar vidas, y así salvaron la mía. Cuando ya se comprendió que no corría peligro, y podía valerme por mí mismo, me enviaron a un convento de Valladolid a pasar mi convalecencia y ayudar en lo que podía.
Dos años estuve en el convento de monjas, y pasé algún rato agradable, pues tampoco puedo decir que fuera aquella la época más feliz de mi vida. Demasiado monótona y aburrida al principio, cuando me encomendaron recorrerme todo Valladolid en busca de cartones y papeles, que ellas vendían después y con los que colaboraba a mi sustento. Pese al trabajo, pues tenía que patearme muchas calles para intentar llenar medio carro, y gracias; pues eran cartones regados y no cepos, como en mi infancia, lo que buscaba; era lo que con más gusto hacía, pues tenía algo de libertad, pese a mi convalecencia. Dentro del convento, entre rezos y oraciones, se me hacía aburrida la estancia.
En él llevaría como dos meses cuando un día en el rezo vespertino dio un vuelco mi vida. Desde siempre, y aún hoy, se me forma una nebulosa cuando intento recordar aquella noche y los rezos de la misma, no soy capaz de dar con los detalles, pero lo cierto es que desde aquella noche me enamoré de la hermana Lucía.
Esta monjita era la encargada de la limpieza de mi habitación, aunque yo no lo sabía. Lo supe después, cuando por el placer de verla ponía pretextos de mi convalecencia para no salir a recoger cartones. Fingía estar enfermo, y en cierto modo de amor lo iba estando, para quedarme en la cama y no salir por Valladolid.
El médico no me descubría nada anormal fuera de lo ya conocido, pues fiebre no tenía, pero descubrí que era precisamente la hermana Lucía la encargada del aseo de mi habitación.
Era servicial y cariñosa, y era un placer conversar con ella. Tenía habilidad para preguntar las cosas, y así le fui contando retazos de mi vida. Cualquiera de esos retazos era un monumento a la desdicha. Me aconsejaba que tuviera resignación, pues Dios lo había querido así. Yo, por amor a ella, le comentaba que resignación tenía, pues no quedaba más remedio, pero que Dios también podía proveerse de darme algún momento de felicidad.
-Ya la tendrá usted, Foro, tenga fe en Dios -me decía la hermana Lucía.
Me lo decía en un tono genérico, inexpresivo, catequizando, pero yo, enfermo de amor hacia su persona, lo tomaba como una esperanza que ella me daba, de que precisamente ella era la encargada de hacerme feliz.
Así fue pasando el tiempo, a veces salía a recoger cartones, por darle gusto a la hermana Lucía, cuando hacía buen tiempo, pues decía que el sol era fuente de salud, pero remoloneaba para salir más tarde e invariablemente regresaba siempre más temprano.

(Continuará…)




Valladolid. 2011

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