miércoles, 8 de febrero de 2012

EXCURSIÓN AL PACÍFICO




EXCURSIÓN AL PACÍFICO


“El hombre del conocimiento disfruta sobre el mar, y el hombre de la virtud goza sobre las montañas; porque el sabio es inquieto y el virtuoso pacífico”. Confucio.


Llevaba tres semanas de estancia en Managua, y para finalizar esa tercera semana, sabiendo que mi próximo destino serían las sierras de Matagalpa, alejado del mundanal ruido, decidí entrar en contacto con el mar, puesto que las ganas de desentumecer el cuerpo del calor de la capital se aposentaron en mí.
Eran sobre las tres y media de la tarde de un viernes, cuando partí camino del Pacífico, y en poco más de una hora me di cita con el mar. A menos de doscientos metros del Pacífico, la carretera se desvía para llegar a La Boquita, pueblo que queda como a dos kilómetros al norte del cruce, y cuya playa se extiende considerablemente tanto al norte como al sur. La carretera discurre en paralelo al mar, y a éste fui contemplando en su inmensidad. Y llegué. Atravesé una mansión señorial con su desván de madera, donde en la anteportada tres pequeños guacamayos hicieron mis delicias. Entré en contacto con la fauna tropical, llena de vistosos colores para recreo de la vista. Y tras la mansión del pueblo, que me impidió provisionalmente la vista de lo inmenso, nuevamente el agua y la playa. No eran aún las cinco de la tarde, las míticas cinco en sombra de la tarde, cuando decidí recrear y tonificar la debilidad de mis azules ojos en la inmensidad marina. Y participar. Tímidamente y con las precauciones debidas penetré por la arena en el agua de la bajamar. El agua era extremadamente salada para mi gusto, pero al menos mitigaba la canícula solar. Tras el baño, la ducha al aire libre, y luego la relajación, charlando con los lugareños, en la casa señorial. Subido en el balcón de la misma contemplé una vez más, -¿y van cuántas?-, el contacto del cielo con el agua allá donde mi vista se perdía, evocando relatos de Robert Stevenson, de Walter Scott, de Emilio Salgari, mientras más profanamente saboreaba un sabroso bocadillo.
Luego, por la noche, el ron Flor de Caña y otras bebidas más ligeras atravesaban mi reseca garganta, junto a alimentos sólidos que mitigaran el hambre, para al final descansar a posta en el suelo de tablas de una habitación de la casa.
Al día siguiente, sábado, me desplacé a desayunar a Los Casares, y allí desde por la mañana disfruté del mar, descubrí sus acantilados, y el tronar con estrépito de las olas al romperse contra las macizas piedras que la circundan.
Me aventuré entre esos riscos a disfrutar del descubrimiento de la fauna marina, y observé junto con el espumeante batallar de las olas, las enormes pinzas de unos grandes cangrejos marinos, que más tarde, durante la siesta, protagonizaron una de mis pesadillas.
No hacía mucho que había visto una película, -no recuerdo ahora su título-, en la que los insectos se hacían inmunes a los productos creados para destruirlos, y arrasaban a la especie humana, y con ella a toda la civilización. En la pesadilla de aquella siesta "veía" como aquellos cangrejos que observé por la mañana se disponían a tragarme hasta el fondo marino. Al llegar a este punto de mi sueño me desperté sobresaltado, y contemplé como, afortunadamente, estaba en el mismo lugar donde había pernoctado la noche anterior.
Regresé a La Boquita. Y por la tarde, volví a disfrutar del mar, esta vez en La Boquita. Fue un maravilla ver la puesta del sol en la inmensidad marina, y por la noche pernocté en lugar de en las tablas de la mansión, en una cama del hotel donde aquel mediodía había comido.
En la mañana del domingo regresé a Managua, a preparar mi próximo viaje a las virtuosas montañas de Matagalpa, remansos de paz, y abandonando con pena el mar, tras haberlo disfrutado cual sabio inquieto, dando por finalizada así mi excursión al Pacífico.


El autor en el Océano Pacífico. 1980

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